Parece mentira, todo lo que pueden llegar a hacer. Cómo acunan o cómo golpean. Cómo hieren o cómo acarician y sanan. Sinceras o falsas, pensadas o espontáneas... son uno de nuestros mayores
tesoros. Las decimos, las escribimos, las leemos y compartimos.
Aprendemos con las palabras prestadas de otros, y quizás también nosotros llegamos a decir
algo que merezca la pena... para alguien. Hablamos, y en el hablar y en la escucha, a veces, nos
encontramos... Jesús es Palabra de Dios. Palabra auténtica, de amor y pasión por nosotros. ¿Y yo?¿Qué palabra soy?
Hay palabras que es mejor no decir.
Porque no hacen falta.
Las que juzgan sin intentar comprender.
Las que son falsas.
Palabras de maledicencia o de crítica injusta, de chismorreo y de condena.
Palabras innecesarias, o cháchara para llenar silencios que asustan.
Palabras de burla que ignoran el dolor del débil.
Palabras que apuñalan por la espalda.
Es mejor callar aquello en lo que sabemos que no estamos siendo honestos,
o aquello que no diríamos en persona.
Callar aquello que levanta muros y genera desconfianzas y fracturas.
Es mejor callar lo que envenena los sueños y marchita las vidas.
¿Qué palabras están de más en tu hablar?
¿Qué sería mejor callar?
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